Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho veía el muchacho un animalazo de desmesurado tamaño, bestión Indómito que se acercaba a él rugiendo, bramando y dispuesto a zampárselo de un bocado o a deshacerlo de una uñada... Se le erizó el cabello, le temblaron las carnes, y un sudor frío le empapó la sien... ¡ Qué monstruo tan espantoso! Ya se acercaba..., ya cierra con Perucho..., sus garras se hincan en las carnes del rapaz, su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que inmensa boca... El chiquillo abre los ojos... Sofocada y furiosa, vociferando, moliéndole a su sabor a pescozones y cachetes, arrancándole el rizado pelo y pateándolo, estaba el ama, más enorme, más brutal que nunca. No hay que omitir que Perucho se condujo como un héroe. Bajando la cabeza se atravesó en la entrada del hórreo, y por espacio de algunos minutos defendió su presa haciéndole muralla con el cuerpo. Pero el enorme volumen del ama pesó sobre él y le redujo a la inacción, comprimiéndole y paralizándole. Cuando el mísero chiquillo, medio ahogado, se sintió libre de aquella estatua de plomo que a poco más le convierte en oblea, miró hacia atrás... La niña había desaparecido. Perucho no olvidará nunca el desesperado llanto que derramó por más de media hora, revolcándose entre las espigas.
Imagina una palabra, e imagina un millón. Flotan, y vuelan... Imagina una sensación, mientras sueñas, mientras lees. "Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acaba y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba,`por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido..."
jueves, 13 de septiembre de 2012
Benito Pérez Galdós, Misericordia
Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y oscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida sobre la frente; sobre ella, pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergeño y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesta de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Le faltaban sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las veces de ésta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.
Juan Valera, Pepita Jiménez
FELIPE TRIGO, Jarrapellejos
-Siquiera un poco -concretó Jarrapellejos, en paso
pleno a la franqueza-, porque no es igual lo que llamáis
«vuestra honra» las mujeres, y lo que llamamos los
hombres «nuestra honra». Rompiendo la mía,
expondríame al escarnio de la pública opinión y al castigo
de las leyes. Disponiendo Isabel libremente de la suya,
¿que arriésgase?.... ¡Nada! Al revés... Hubiera de ganar
en todos los sentidos. Por lo pronto, salvaría la de su
padre. Dirás que a costa de la de ella; pero esto, que aun
así no fuese peor para una joven que el verse señalada
con el dedo como hija de un malhechor, de un presidiario,
no es verdad tampoco; reflexiona, Cruz, que no eres
torpe; mira un poco alrededor tuyo en la misma Joya, y
dime si más de una mocita que acertó a elegir (es todo el
quid de la cuestión) entre tanto necio como hay, no está
ahora rica, casada, y alguna hasta con coche y
consideradísima como señora respetable. Tu caso,
vuestro caso, justamente. Aparte de que mi seriedad y mi
condición son incapaces de causarle daño a una
chiquilla, mi cariño a tu Isabel es tan noble que antes me
cortaría una mano que inducirla a lo más mínimo que
pudiese acarrearla desventura. Tu hija, Cruz, andando el
tiempo, sería también una señora, se casaría con su
novio, con Cidoncha (que hoy no querrá sino divertirse lo
que pueda, y a quien no le faltaría mi protección para ser
un hombre de provecho, en vez de un pelagatos), o con
el que le diese la gana. ¡Yo te lo prometo!
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