jueves, 13 de septiembre de 2012

Emilia Pardo Bazán, Los pazos de Ulloa

Entre las representaciones de una especie de pesadilla angustiosa que agitaba a Perucho veía el muchacho un animalazo de desmesurado tamaño, bestión Indómito que se acercaba a él rugiendo, bramando y dispuesto a zampárselo de un bocado o a deshacerlo de una uñada... Se le erizó el cabello, le temblaron las carnes, y un sudor frío le empapó la sien... ¡ Qué monstruo tan espantoso! Ya se acercaba..., ya cierra con Perucho..., sus garras se hincan en las carnes del rapaz, su cuerpo descomunal le cae encima lo mismo que inmensa boca... El chiquillo abre los ojos... Sofocada y furiosa, vociferando, moliéndole a su sabor a pescozones y cachetes, arrancándole el rizado pelo y pateándolo, estaba el ama, más enorme, más brutal que nunca. No hay que omitir que Perucho se condujo como un héroe. Bajando la cabeza se atravesó en la entrada del hórreo, y por espacio de algunos minutos defendió su presa haciéndole muralla con el cuerpo. Pero el enorme volumen del ama pesó sobre él y le redujo a la inacción, comprimiéndole y paralizándole. Cuando el mísero chiquillo, medio ahogado, se sintió libre de aquella estatua de plomo que a poco más le convierte en oblea, miró hacia atrás... La niña había desaparecido. Perucho no olvidará nunca el desesperado llanto que derramó por más de media hora, revolcándose entre las espigas.

Benito Pérez Galdós, Misericordia

Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y oscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida sobre la frente; sobre ella, pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergeño y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesta de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Le faltaban sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podía creerse que hacía las veces de ésta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.

Juan Valera, Pepita Jiménez

Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico, pero también más bonito que el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador, pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de hierbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.
(...)
He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el de aquéllos que procuran conservar la inocencia, confundiendo la inocencia con la ignorancia y creyendo que el mal no conocido se evita mejor que el conocido, y el de aquéllos que, valerosamente y no bien llegado el discípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su fealdad horrible y en toda su espantosa desnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal debe conocerse para estimar mejor la infinita bondad divina, término ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo agradezco a usted que me haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca de su enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno conocimiento de causa. Me alegro de no ser cándido y de ir derecho a la virtud, y en cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas las tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación que debemos hacer por este valle de lágrimas y no ignorando tampoco lo llano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, en apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna.
(...)
Y, sin embargo, no sé qué extraño temor, qué singular escrúpulo, qué apenas perceptible e indeterminado remordimiento me atormenta ahora, cuando tengo, como antes, como en otros días de mi juventud, como en la misma niñez, alguna efusión de ternura, algún rapto de entusiasmo, al penetrar en una enramada frondosa, al oír el canto del ruiseñor en el silencio de la noche, al escuchar el pío de las golondrinas, al sentir el arrullo enamorado de la tórtola, al ver las flores o al mirar las estrellas. Se me figura a veces que hay en todo esto algo de delectación sensual, algo que me hace olvidar, por un momento al menos, más altas aspiraciones. No quiero yo que en mí el espíritu peque contra la carne; pero no quiero tampoco que la hermosura de la materia, que sus deleites, aun los más delicados, sutiles y aéreos, aun los que más bien por el espíritu que por el cuerpo se perciben, como el silbo delgado del aire fresco cargado de aromas campesinos, como el canto de las aves, como el majestuoso y reposado silencio de las horas nocturnas, en estos jardines y huertas, me distraigan de la contemplación de la superior hermosura, y entibien ni por un momento, mi amor hacia quien ha creado esta armoniosa fábrica del mundo. 
"

FELIPE TRIGO, Jarrapellejos


-Siquiera un poco -concretó Jarrapellejos, en paso
pleno a la franqueza-, porque no es igual lo que llamáis
«vuestra honra» las mujeres, y lo que llamamos los
hombres «nuestra honra». Rompiendo la mía,
expondríame al escarnio de la pública opinión y al castigo
de las leyes. Disponiendo Isabel libremente de la suya,
¿que arriésgase?.... ¡Nada! Al revés... Hubiera de ganar
en todos los sentidos. Por lo pronto, salvaría la de su
padre. Dirás que a costa de la de ella; pero esto, que aun
así no fuese peor para una joven que el verse señalada
con el dedo como hija de un malhechor, de un presidiario,
no es verdad tampoco; reflexiona, Cruz, que no eres
torpe; mira un poco alrededor tuyo en la misma Joya, y
dime si más de una mocita que acertó a elegir (es todo el
quid de la cuestión) entre tanto necio como hay, no está
ahora rica, casada, y alguna hasta con coche y
consideradísima como señora respetable. Tu caso,
vuestro caso, justamente. Aparte de que mi seriedad y mi
condición son incapaces de causarle daño a una
chiquilla, mi cariño a tu Isabel es tan noble que antes me
cortaría una mano que inducirla a lo más mínimo que
pudiese acarrearla desventura. Tu hija, Cruz, andando el
tiempo, sería también una señora, se casaría con su
novio, con Cidoncha (que hoy no querrá sino divertirse lo
que pueda, y a quien no le faltaría mi protección para ser
un hombre de provecho, en vez de un pelagatos), o con
el que le diese la gana. ¡Yo te lo prometo!