Capítulo II
Portada de la novela de Luis Sepúlveda El alcalde, único funcionario, máxima autoridad y representante de un poder demasiado lejano como para provocar temor, era un individuo obeso que sudaba sin descanso.
Decían los lugareños que la sudadera le empezó apenas pisó tierra luego de desembarcar del Sucre, y desde entonces no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo de la Babosa.
Murmuraban también que antes de llegar a El Idilio estuvo asignado en alguna ciudad grande de la sierra, y que a causa de un desfalco lo enviaron a ese rincón perdido del oriente como castigo. Sudaba, y su otra ocupación consistía en administrar la provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperante.
Cuando la suerte estaba de su parte, podía ocurrir que la sequía se viera recompensada con la visita de un gringo bien provisto de whisky. El alcalde no bebía aguardiente como los demás lugareños. Aseguraba que el Frontera le provocaba pesadillas y vivía acosado por el fantasma de la locura. Desde alguna fecha imprecisa vivía con una indígena a la que golpeaba salvajemente acusándola de haberle embrujado, y todos esperaban que la mujer lo asesinara. Se hacían incluso apuestas al respecto.
Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos. Llegó con la manía de cobrar impuestos por razones incomprensibles. Pretendió vender permisos de pesca y caza en un territorio ingobernable.
Quiso cobrar derecho de usufructo a los recolectores de leña que juntaban madera húmeda en una selva más antigua que todos los Estados, y en un arresto de celo cívico mandó construir una choza de cañas para encerrar a los borrachos que se negaban a pagar las multas por alteración del orden público.
Su paso provocaba miradas despectivas, y su sudor abonaba el odio de los lugareños. El anterior dignatario, en cambio, sí fue un hombre querido. Vivir y dejar vivir era su lema. A él le debían las llegadas del barco y las visitas del correo y del dentista, pero duró poco en el cargo.
Cierta tarde mantuvo un altercado con unos buscadores de oro, y a los dos días lo encontraron con la cabeza abierta a machetazos y medio devorado por las hormigas.
Imagina una palabra, e imagina un millón. Flotan, y vuelan... Imagina una sensación, mientras sueñas, mientras lees. "Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acaba y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba,`por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido..."
miércoles, 16 de noviembre de 2011
Luis Sepúlveda. Un viejo que leía novelas de amor
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