Un
día, el más notable de todos los buenos del año, la víspera de Navidad,
el viejo Scrooge estaba sentado a su bufete y muy entretenido en sus
negocios. Hacía un frío penetrante. Reinaba le niebla. Scrooge podía oír
cómo las gentes iban de un lado a otro por la calle soplándose las
puntas de los dedos, respirando ruidosamente, golpeándose el cuerpo con
las manos y pisando con fuerza para calentarse los pies. Las tres de la
tarde acababan de dar en los relojes de la City, y con todo casi era de
noche. El día había estado muy sombrío. Las luces que brillaban en las
oficinas inmediatas, parecían como manchas de grasa enrojecidas, y se
destacaban sobre el fondo de aquella atmósfera tan negruzca y por
decirlo así, palpable. La niebla penetraba en el interior de las casas
por todos los resquicios y por los huecos de las cerraduras: fuera había
llegado su densidad a tal extremo, que si bien la calle era muy
estrecha, las casas de enfrente se asemejaban a fantasmas. Al contemplar
cómo aquel espeso nublado descendía cada vez más, envolviendo todos los
objetos en una profunda oscuridad, se podía creer que la naturaleza
trataba de establecerse allí para explotar una cervecería en grande
escala. La puerta del despacho de Scrooge continuaba abierta, a fin de
poder éste vigilar á su dependiente dentro de la pequeña y triste
celdilla, a manera de sombría cisterna, donde se ocupaba en copiar
cartas. La estufa de Scrooge tenía poco fuego, pero menos aún la del
dependiente: aparentaba no encerrar más que un pedazo de carbón. Y el
desgraciado no podía alimentarla mucho, porque en cuanto iba con el
cogedor a proveerse, Scrooge, que atendía por sí a la custodia del
combustible, no se recataba de manifestar a aquel infeliz que cuidase de
no ponerlo en el caso de despedirle. Por este motivo el dependiente se
envolvía en su tapabocas blanco y se esforzaba en calentarse a la luz de
la vela; pero como era hombre de poquísima imaginación, sus tentativas
resultaban infructuosas.
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