No recordaba cuánto tiempo, cuántas horas o días anduvo como sonámbulo por las calles y escalinatas de Lisboa, por los callejones sucios y los altos miradores y las plazas con columnas y estatuas de reyes a caballo, entre los grandes almacenes sombríos y los vertederos del puerto, más allá, al otro lado de un puente ilimitado y rojo que cruzaba un río semejante al mar, en arrabales de bloques de edificios que se levantaban como faros o islas en medio de los descampados, en fantasmales estaciones próximas a la ciudad cuyos nombres leía sin lograr acordarse de aquella en la que había visto a Lucrecia. Quería rendir al azar para que se repitiera lo imposible: miraba uno por uno los rostros de todas las mujeres, las que se le cruzaban por la calle, las que pasaban inmóviles tras las ventanillas de los tranvías o de los autobuses, las que iban al fondo de los taxis o se asomaban a una ventana en una calle desierta. Rostros viejos, impasibles, banales, procaces, infinitos gestos y miradas y chaquetones azules que nunca pertenecían a Lucrecia, tan iguales entre sí como las encrucijadas, los zaguanes oscuros, los tejados rojizos y el dédalo de las peores calles de Lisboa. Una fatigada tenacidad a la que en otro tiempo habría llamado desesperación lo impulsaba como el mar a quien ya no tiene fuerzas para seguir nadando, y aun cuando se concedía una tregua y entraba en un café elegía una mesa desde la que pudiera ver la calle, y desde el taxi que a medianoche lo devolvía a su hotel miraba las aceras desiertas de las avenidas y las esquinas alumbradas por rótulos de neón donde se apostaban mujeres solas con los brazos cruzados. Cuando apagaba la luz y se tendía fumando en la cama seguía viendo en la penumbra rostros y calles y multitudes que pasaban ante sus ojos entornados con una silenciosa velocidad como de proyecciones de linterna mágica, y el cansancio no lo dejaba dormir, como si su mirada ávida de seguir buscando, abandonara el cuerpo inmóvil y vencido sobre la cama y saliera a la ciudad para volver a perderse en ella hasta el final de la noche.
Pero ya no estaba seguro de haber visto a Lucrecia ni de que fuera el amor quien lo obligaba a buscarla. Sumido en ese estado hipnótico de quien camina solo por una ciudad desconocida ni siquiera sabía si la estaba buscando: sólo que noche y día era inmune al sosiego, que en cada uno de los callejones que trepaban por las colinas de Lisboa o se hundían tan abruptamente como desfiladeros había una llamada inflexible y secreta que él no podía desobedecer, que tal vez debió y pudo marcharse cuando Billy Swann se lo ordenó, pero ya era demasiado tarde, como si hubiera perdido el último tren para salir de una ciudad sitiada.
Pero ya no estaba seguro de haber visto a Lucrecia ni de que fuera el amor quien lo obligaba a buscarla. Sumido en ese estado hipnótico de quien camina solo por una ciudad desconocida ni siquiera sabía si la estaba buscando: sólo que noche y día era inmune al sosiego, que en cada uno de los callejones que trepaban por las colinas de Lisboa o se hundían tan abruptamente como desfiladeros había una llamada inflexible y secreta que él no podía desobedecer, que tal vez debió y pudo marcharse cuando Billy Swann se lo ordenó, pero ya era demasiado tarde, como si hubiera perdido el último tren para salir de una ciudad sitiada.
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