Para mí, los libros no eran tanto el soporte de las palabras como las palabras mismas y el valor de un libro estaba determinado por su calidad espiritual más que por su estado físico. Un Homero con las esquinas levantadas era más valioso que un Virgilio impecable, por ejemplo; tres volúmenes de Descartes, menos que uno de Pascal. Esas eran diferencias esenciales para mí, pero para Chandler no existían. Para él, un libro no era más que un objeto, una cosa que pertenecía al mundo de las cosas y, como tal, no era radicalmente distinto de una caja de zapatos, una escobilla del retrete o una cafetera. Cada vez que le traía otra parte de la biblioteca del tío Víctor, el viejo empezaba con su rutina. Tocaba los libros con desprecio, examinaba los lomos, buscaba marcas y manchas, dando siempre la impresión de alguien que está manejando un montón de basura.
Imagina una palabra, e imagina un millón. Flotan, y vuelan... Imagina una sensación, mientras sueñas, mientras lees. "Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acaba y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba,`por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido..."
martes, 13 de marzo de 2012
Paul Auster: El Palacio de la Luna
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