martes, 24 de febrero de 2015

Gabriel García Márquez, El amor en los tiempos del cólera

-¿Quieres quedarte sola?-preguntó.
-Si lo quisiera, no te hubiera dicho que entraras-dijo ella.
Entonces, él extendió los dedos helados en la obscuridad, buscó a tientas la otra mano, y la encontró esperándolo. Ambos fueron bastante lúcidos para darse cuenta, en un mismo instante fugaz, de que ninguna de las dos era la mano que habían imaginado antes de tocarse, sino dos manos de huesos viejos. Pero en el instante siguiente ya lo eran. Ella empezó a hablar del esposo muerto, en tiempo presente, como si estuviera vivo, y Florentino Ariza supo en ese momento que también a ella le había llegado la hora de preguntarse con dignidad, con grandeza, con unos deseos incontenibles de vivir, qué hacer con el amor que se le había quedado sin dueño.
Fermina Daza dejó de fumar por no soltar la mano que él mantenía en la suya. Estaba perdida en la ansiedad de entender. No podía concebir un marido mejor que el que había sido suyo, y sin embargo encontraba más tropiezos que complacencias en la evocación de su vida, demasiadas incomprensiones recíprocas, pleitos inútiles, rencores mal resueltos. Suspiró de pronto:”es increíble cómo se puede ser tan feliz durante tantos años, en medio de tantas peloteras, de tantas vainas, carajo, sin saber en realidad si eso es amor o no.”Cuando terminó de desahogarse, alguien había apagado la luna. El buque avanzaba con sus pasos contados, poniendo un pie antes de poner otro: un inmenso animal de acecho. Fermina Daza había regresado de la ansiedad.
-Vete ahora-dijo.
Florentino Ariza le apretó la mano, se inclinó hacia ella y trató de besarla en la mejilla. Pero ella lo esquivó con su voz ronca y suave.
-Ya no-le dijo-huelo a vieja.

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