" En algún momento de la edad adulta, la mayoría de la
gente cae en la cuenta de que un siglo no es más que el doble de sus
años. A partir de este pensamiento, toda la historia se precipita junta y
a partir de este momento viven ya dentro de la historia del tiempo, en
vez de mirarla desde fuera, como observadores. Sólo hace diez o doce
veces su vida, Shakespeare estaba vivo. La Revolución francesa fue el
otro día. Hace cien años, no mucho más, fue la Guerra Civil
norteamericana. Antes parecía como algo de otra época, casi de otra
dimensión del tiempo o del espacio. Pero una vez has dicho: Cien años es
dos veces mi edad, te sientes como si hubieras estado en aquellos
campos de batalla, o curando a aquellos soldados. Con Walt Whitman,
quizás.
En primer lugar estaba el hecho de que ella estaba enamorada. Todo el
mundo parece estar de acuerdo en que estar enamorada es una condición
poco importante, o incluso cómica. No obstante, hay pocos estados más
dolorosos para el cuerpo, el corazón y –peor aún– la mente, pues es la
mente la que observa cómo la persona que se supone que la rige se
comporta de una manera loca e incluso vergonzosa. La realidad es –pensó
ella, mientras se negaba a permitir que sus ojos se vieran arrastrados
hacia Bill y se quedaba sentada y hablando con Stephen, feliz por tener
esta distracción– que hay un espacio de la vida demasiado terrible como
para que lo reconozcamos. Porque las personas se enamoran con frecuencia
y no se enamoran en condiciones de igualdad, ni tan siquiera al mismo
tiempo. Se enamoran de gente que no está enamorada de ellas como si
existiera una ley al respecto, y esto lleva a que… si el estado en que
se encontraba ella no se viera seguido de cerca por un inocuo
“enamorarse”, entonces sus síntomas habrían sido los de una auténtica
enfermedad.
A partir de esta idea o espacio central salían distintos senderos y uno
de ellos era el hecho de que el destino de todos nosotros, envejecer, o
incluso hacernos mayores, es tan cruel, que mientras gastamos todas y
cada una de nuestras energías en intentar despistarlo o posponerlo, en
realidad raramente conseguimos que su constatación no nos hiera aguda y
fríamente: de ser esto –y miró a su alrededor a la gente joven– uno pasa
a ser aquello, una cáscara sin color, sobre todo sin lustre, sin
brillo. Y yo, Sarah Durham, sentada aquí esta noche rodeada
principalmente de jóvenes (o gente que me parece joven), me encuentro
exactamente en la misma situación que la innumerable masa de gente que
es fea, deforme o lisiada, o que padece terribles problemas de piel. O
le falta aquello tan misterioso que se denomina "atractivo sexual". "