Quizá
me ocurra esto porque he vivido siempre con seres demasiado normales
y satisfechos de ellos mismos. Estoy segura de que mi madre y mis
hermanos tienen la certeza de su utilidad indiscutible en este mundo,
que saben en todo momento lo que quieren, lo que les parece mal y lo
que les parece bien… Y que han sufrido muy poca angustia ante
ningún hecho.
(...)
Me compensaba el trabajo que me
llegaba a costar poder ir limpia a la Universidad, y sobre todo
parecerlo junto al aspecto confortable de mis compañeros. Aquella
tristeza de recose los guantes, de lavar mis blusas en el agua turbia
y helada del lavadero de la galería con el mismo trozo de jabón que
Antonia empleaba para fregar sus cacerolas y que por las mañanas
raspaba mi cuerpo bajo la ducha fría.
(...)
De todas
maneras, yo misma, Andrea, estaba viviendo entre las sombras y las
pasiones que me rodeaban. A veces llegaba a dudarlo.
Aquella misma
tarde había sido la fiesta de Pons. Durante cinco días había yo
intentado almacenar ilusiones para esa escapatoria de mi vida
corriente. Hasta entonces me había sido fácil dar la espalda a lo
que quedaba atrás, pensar en emprender una vida nueva a cada
instante. Y aquel día yo había sentido como un presentimiento de
otros horizontes.
Mi amigo me había telefoneado por la mañana y
su voz me llenó de ternura por él. El sentimiento de ser esperada y
querida me hacía despertar mil instintos de mujer; una emoción como
de triunfo, un deseo de ser alabada, admirada, de sentirme como la
Cenicienta del cuento, princesa por unas horas, después de un largo
incógnito. Me acordaba de un sueño que se había repetido muchas
veces en mi infancia, cuando yo era una niña cetrina y delgaducha,
de esas a quienes las visitas nunca alaban por lin- das y para cuyos
padres hay consuelos reticentes.
Esas palabras que los niños,
jugando al parecer absortos y ajenos a la conversación, recogen
ávidamente: «Cuando crezca, seguramente tendrá un tipo bonito»,
«Los niños dan muchas sorpresas al crecer»... Dormida, yo me veía
corriendo, tropezando, y al golpe sentía que algo se desprendía de
mí, como un vestido o una crisálida que se rompe y cae arrugada a
los pies. Veía los ojos asombrados de las gentes. Al correr al
espejo, contemplaba, temblorosa de emoción, mi transformación
asombrosa en una rubia princesa —precisamente rubia, como
describían los cuentos—, inmediatamente dotada, por gracia de la
belleza, con los atributos de dulzura, encanto y bondad, y el
maravilloso de esparcir generosamente mis sonrisas… Esta fábula,
tan repetida en mis noches infantiles, me hacía sonreír, cuando con
las manos un poco temblorosas trataba de peinarme con esmero y de que
apareciera bonito mi traje menos viejo, cuidadosamente planchado para
la fiesta. «Tal vez —pensaba yo un poco ruborizada— ha llegado
hoy ese día.
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