En la larga casa
blanca, con sus esquinas de azulejo, vivía ahora gente nueva. Los
Shantz se habían marchado a vivir a Florida. Enviaban naranjas a mis
tías; Ailsa decía que aquellas naranjas conseguían que las que
comprabas en Canadá te repugnaran. Los nuevos vecinos habían
construido una piscina, que sobre todo utilizaban sus hijas -dos
preciosas jovencitas que ni siquiera me miraban cuando nos cruzábamos
por la calle- y las novios de éstas. Los arbustos habían crecido
considerablemente entre el patio de mis tías y el de ellos, pero aun
así podía verlos correr y empujarse alrededor de la piscina, sus
alaridos, los chapuzones. Despreciaba sus payasadas porque me tomaba
la vida en serio y tenía una idea mucho más elevada y noble del
amor. Pero, de todas formas, me hubiera gustado atraer su atención.
Me hubiera gustado que alguno de ellos viera mi pijama pálido
moviéndose en la oscuridad y hubiera gritado de verdad, pensando que
yo era un fantasma.
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