Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles,
aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían
echados y tenían que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se
estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno. El
verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban
al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal
les subía la collera: Pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una botella
de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo,
terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila
impertérrita, reinaba ahí. En la neblina del amanecer, cuando aún
no se oía el zumbido de las moscas ni crujido alguno, Lope solía
despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba
quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el
Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para
el cerradero. En el mismo cielo, cruzados como estrellas fugitivas,
los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué
parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos,
cinco.
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