Ahora
todos estos nombres que he estado reuniendo se relacionan con las
personas vivas en mi mente, y con las cocinas perdidas, el lustroso
borde niquelado en los amplios fogones de presencia dominante, los
escurrideros de madera verde que nunca se secaban del todo, la luz
amarilla de las lámparas de petróleo. Las lecheras en el porche,
las manzanas en el sótano, los tubos de las estufas atravesando los
agujeros del techo, el establo calentado en invierno por los cuerpos
y el aliento de las vacas: esas vacas a quienes todavía hablábamos
con palabras que eran corrientes en los tiempos del rey que rabió.
“¡Sus! ¡Sus!” El salón frío y encerado donde se ponía el
ataúd cuando alguien moría. Y en una de esas casas -no recuerdo de
quién-, una cuña mágica para sostener la puerta, una gran concha
de nácar que yo reconocía como un heraldo venía de cerca y de
lejos, porque podía acercármela al oído -cuando no había allí
nadie para impedírmelo- y descubrir el tremendo latido de mi propia
sangre.
Imagina una palabra, e imagina un millón. Flotan, y vuelan... Imagina una sensación, mientras sueñas, mientras lees. "Quien nunca haya llorado abierta o disimuladamente lágrimas amargas, porque una historia maravillosa acaba y había que decir adiós a personajes con los que había corrido tantas aventuras, a los que quería y admiraba,`por los que había temido y rezado, y sin cuya compañía la vida le parecería vacía y sin sentido..."
miércoles, 19 de febrero de 2014
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