martes, 13 de marzo de 2012

Paul Auster: El Palacio de la Luna

Para mí, los libros no eran tanto el soporte de las palabras como las palabras mismas y el valor de un libro estaba determinado por su calidad espiritual más que por su estado físico. Un Homero con las esquinas levantadas era más valioso que un Virgilio impecable, por ejemplo; tres volúmenes de Descartes, menos que uno de Pascal. Esas eran diferencias esenciales para mí, pero para Chandler no existían. Para él, un libro no era más que un objeto, una cosa que pertenecía al mundo de las cosas y, como tal, no era radicalmente distinto de una caja de zapatos, una escobilla del retrete o una cafetera. Cada vez que le traía otra parte de la biblioteca del tío Víctor, el viejo empezaba con su rutina. Tocaba los libros con desprecio, examinaba los lomos, buscaba marcas y manchas, dando siempre la impresión de alguien que está manejando un montón de basura.

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