jueves, 13 de septiembre de 2012

FELIPE TRIGO, Jarrapellejos


-Siquiera un poco -concretó Jarrapellejos, en paso
pleno a la franqueza-, porque no es igual lo que llamáis
«vuestra honra» las mujeres, y lo que llamamos los
hombres «nuestra honra». Rompiendo la mía,
expondríame al escarnio de la pública opinión y al castigo
de las leyes. Disponiendo Isabel libremente de la suya,
¿que arriésgase?.... ¡Nada! Al revés... Hubiera de ganar
en todos los sentidos. Por lo pronto, salvaría la de su
padre. Dirás que a costa de la de ella; pero esto, que aun
así no fuese peor para una joven que el verse señalada
con el dedo como hija de un malhechor, de un presidiario,
no es verdad tampoco; reflexiona, Cruz, que no eres
torpe; mira un poco alrededor tuyo en la misma Joya, y
dime si más de una mocita que acertó a elegir (es todo el
quid de la cuestión) entre tanto necio como hay, no está
ahora rica, casada, y alguna hasta con coche y
consideradísima como señora respetable. Tu caso,
vuestro caso, justamente. Aparte de que mi seriedad y mi
condición son incapaces de causarle daño a una
chiquilla, mi cariño a tu Isabel es tan noble que antes me
cortaría una mano que inducirla a lo más mínimo que
pudiese acarrearla desventura. Tu hija, Cruz, andando el
tiempo, sería también una señora, se casaría con su
novio, con Cidoncha (que hoy no querrá sino divertirse lo
que pueda, y a quien no le faltaría mi protección para ser
un hombre de provecho, en vez de un pelagatos), o con
el que le diese la gana. ¡Yo te lo prometo!

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