miércoles, 19 de febrero de 2014

La vista desde Castle Rock (Alice Munro)

Ahora todos estos nombres que he estado reuniendo se relacionan con las personas vivas en mi mente, y con las cocinas perdidas, el lustroso borde niquelado en los amplios fogones de presencia dominante, los escurrideros de madera verde que nunca se secaban del todo, la luz amarilla de las lámparas de petróleo. Las lecheras en el porche, las manzanas en el sótano, los tubos de las estufas atravesando los agujeros del techo, el establo calentado en invierno por los cuerpos y el aliento de las vacas: esas vacas a quienes todavía hablábamos con palabras que eran corrientes en los tiempos del rey que rabió. “¡Sus! ¡Sus!” El salón frío y encerado donde se ponía el ataúd cuando alguien moría. Y en una de esas casas -no recuerdo de quién-, una cuña mágica para sostener la puerta, una gran concha de nácar que yo reconocía como un heraldo venía de cerca y de lejos, porque podía acercármela al oído -cuando no había allí nadie para impedírmelo- y descubrir el tremendo latido de mi propia sangre.








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