viernes, 28 de octubre de 2011

La elección en amor: José Ortega y Gasset

Al hombre (...) le «gustan» casi todas las mujeres que pasan cerca de él. Esto permite destacar más el carácter de profunda elección que posee el amor. Basta para ello con no confundir el gusto y el amor. La buena moza transeúnte produce una irritación en la periferia de la sensibilidad varonil, mucho más impresionable -sea dicho en su honor- que la de la mujer. Esta irritación provoca automáticamente un primer movimiento de ir hacia ella. Tan automática, tan mecánica es esta reacción, que ni siquiera la Iglesia se atreve a considerarla como figura de pecado. La Iglesia ha sido en otro tiempo excelente psicóloga y es una pena que se haya quedado retrasada en los dos últimos siglos. Ello es que, clarividente, reconocía la inocencia de todos los «primeros movimientos». Así, este de sentirse el varón atraído, arrastrado hacia la mujer que taconea delante de él. Sin ello no habría nada de lo demás -ni lo malo ni lo bueno, ni el vicio ni la virtud-. Sin embargo, la expresión «primer movimiento» no dice todo lo que debiera. Es «primero» porque parte de la periferia misma donde se ha recibido la incitación, sin que en él tome parte lo interno de la persona.

Y, en efecto, a esa atracción que casi toda mujer ejerce sobre el hombre y que viene a ser como la llamada que el instinto hace al centro profundo de nuestra personalidad, no suele seguir respuesta, o sigue sólo respuesta negativa. La habría positiva cuando de ese centro personalísimo brotase un sentimiento de adscripción a lo que acaba de atraer nuestra periferia. Tal sentimiento, cuando surge, liga el centro o eje de nuestra alma a aquella sensación externa; o dicho de otro modo: no sólo somos atraídos en nuestra periferia, sino que vamos por nuestro pie hacia esa atracción, ponemos en ella nuestro ser todo. En suma: no sólo somos atraídos, sino que nos interesamos. Lo uno se diferencia de lo otro como el ser arrastrado del ir uno por sí mismo.

Este interés es el amor, que actúa sobre las innumerables atracciones sentidas, eliminando la mayor parte y fijándonos sólo en alguna. Produce, pues, una selección sobre el área amplísima del instinto, cuyo papel queda así reconocido y a la vez limitado. Que el instinto sexual es ya de por sí selectivo fue una de las grandes ideas de Darwin. El amor sería una segunda potencia de selección mucho más rigurosa. Nada es más necesario, para esclarecer un poco los hechos del amor, que definir con algún rigor la intervención en ellos del instinto sexual. Si es una tontería decir que el verdadero amor del hombre a la mujer, y viceversa, no tiene nada de sexual, es otra tontería creer que amor es sexualidad. Entre otros muchos rasgos que los diferencian, hay éste, fundamental, de que el instinto tiende a ampliar indefinidamente el número de objetos que lo satisfacen, al paso que el amor tiende al exclusivismo. Esta oposición de tendencias se manifiesta claramente en el hecho de que nada inmunice tanto al varón para otras atracciones sexuales como el amoroso entusiasmo por una determinada mujer.

Es, pues, el amor, por su misma esencia, elección. Y como brota del centro personal, de la profundidad anímica, los principios selectivos que la deciden son a la vez las preferencias más íntimas y arcanas que forman nuestro carácter individual.

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