martes, 8 de noviembre de 2011

DULCE CHACÓN: "La voz dormida"


La mujer que iba a morir se llamaba Hortensia. Tenía los ojos oscuros y no
hablaba nunca en voz alta. Sólo cuando la risa le llenaba la boca, se le
escapaba
un Ay madre mía de mi vida que aún no había aprendido a controlar, y lo
repetía casi a gritos sujetándose el vientre. Se pasaba gran parte del día
escribiendo
en un cuaderno azul. Llevaba el cabello largo, anudado en una trenza que le
recorría la espalda, y estaba embarazada de ocho meses.

Ya se había acostumbrado a hablar en voz baja, con esfuerzo, pero se había
acostumbrado. Y había aprendido a no hacerse preguntas, a aceptar que la
derrota
se cuela en lo hondo, en lo más hondo, sin pedir permiso y sin dar
explicaciones. Y tenía hambre, y frío, y le dolían las rodillas, pero no
podía parar
de reír.

Reía.
Reía porque Elvira, la más pequeña de sus compañeras, había rellenado un
guante con garbanzos para hacer la cabeza de un títere, y el peso le impedía
manipularlo.
Pero no se rendía. Sus dedos diminutos luchaban con el guante de lana, y su
voz, aflautada para la ocasión, acompañaba la pantomima para ahuyentar el
miedo.

El miedo de Elvira. El miedo de Hortensia. El miedo de las mujeres que
compartían la costumbre de hablar en voz baja. El miedo en sus voces. Y el
miedo
en sus ojos huidizos, para no ver la sangre. Para no ver el miedo, huidizo
también, en los ojos de sus familiares.

Era día de visita. La mujer que iba a morir no sabía que iba a morir.
El muñeco de Elvira vuelve a ser guante en su mano derecha. Hortensia lo
contempla, sin dejar de acariciarse el vientre y procurando que Elvira no
advierta
su mirada. Un guante. Un solo guante, un guante diminuto tejido por las
manos amorosas de una madre puede convertirse en desconsuelo si no se anda
con
precaución, si la cautela deja de ser compañera de viaje por un descuido,
por un instante, el tiempo suficiente para que un rostro se vuelva, para que
unos ojos vean lo que hubiera sido mejor que no vieran.

Hortensia se encontraba junto a Elvira en el locutorio, una habitación con
un pasillo central flanqueado por vallas tupidas y metálicas. Por el
interior
del pasillo caminaba una funcionaria vigilando a las internas y a sus
familiares. A Elvira la visitaba su abuelo y a Hortensia su hermana, Pepa.
Ninguno
de los cuatro acertaba a oír nada. Hortensia gesticulaba para que su hermana
entendiera que su embarazo no le causaba molestias. Articulaba las palabras
precisas, una a una, las justas, despacio, para que Pepa llevara a su marido
muchos besos de su parte. Y se abrazaba a sí misma para enviarle un abrazo.
La algarabía de los visitantes no permitía que Hortensia escuchara lo que su
hermana se afanaba en decirle. A gritos, Pepa intentaba ponerla al corriente
de que aún no habían fijado la fecha de su juicio.

-Que todavía no se sabe cuándo saldrá tu juicio.
-¿Qué?
-El juicio, que no se sabe nada.

Hortensia se agarró a la alambrada que cercaba el pasillo que la separaba de
Pepa. Pepa se agarró a la alambrada de enfrente para acercarse más a ella;
fue entonces cuando ambas vieron a la guardiana que recorría el pasillo
girar la cabeza, y detener su mirada en el guante de Elvira.

Los garbanzos de la cabeza del títere aún estaban manchados de sangre.
Elvira deshizo el muñeco ante los ojos sorprendidos de su abuelo, que
observaba desde
el otro lado del pasillo. Alzó el guante. La guardiana pasó de largo,
suponiendo que la joven divertía a su abuelo con un juego, y continuó
recorriendo
el pasillo con paso firme y las manos enlazadas en la espalda. Cuando la
funcionaria estuvo suficientemente alejada de ella, Elvira sacó los
garbanzos
manchados de sangre y se señaló las rodillas.

La distancia y la penumbra impidieron que el anciano viera las heridas de su
nieta, aún abiertas.

La guardiana se detiene en seco. Gira la cabeza. Endurece el gesto. Grita:
¡Elvira, atrás! Reanuda la marcha lentamente y se dirige hacia Elvira
apretando
los labios en un mohín disfrazado de sonrisa. Retuerce los dedos sin retirar
las manos de la espalda y vuelve a gritar:

-¡Elvira, atrás!
Elvira da un paso hacia atrás, justo cuando la guardiana golpea la alambrada
con su palma izquierda, a la altura del rostro de Elvira.

-La visita ha terminado para usted. Retírese a su galería y espéreme allí. Y
añade, sin gritar, dirigiéndose al abuelo de Elvira:

-Márchese.

Fragmento del primer capítulo de "La voz dormida"

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