jueves, 24 de noviembre de 2011

"Tiempo de arena", Inma Chacón

Las últimas palabras de María Francisca fueron para sus hijos.
Ninguno de los que rodeaba la cama de la enferma conocía
la existencia de aquellos niños, pero, para sorpresa
de todos, María Francisca no dejaba de repetir.
—¡Mis hijos! ¡Mis hijos!
Murió como siempre había vivido, bajo la mirada atenta
de Mariana, su madre, tratando de evadirse de la presión de
su mano y sabiendo que la defraudaba una vez más, como
tantas otras a lo largo de su vida, con aquella muerte que
dejaba el marquesado de Sotoñal sin heredero legítimo,
una cadena que la amordazaba desde que abrió los ojos en
Filipinas hacía veintinueve años, cuando el archipiélago
aún pertenecía a la Corona de España.
Sobre la puerta de cedro de su habitación, oscura y fría
como todos los muebles que la rodeaban, colgaba una sobrepuerta
de madera semicircular con el dibujo de un ángel
que sujetaba dos pilas de libros, una con cada mano.
Los brazos ligeramente arqueados hacia delante, el cuerpo
erguido y las alas extendidas a su espalda, como abanicos
de seda. Delante de él, una bola de cristal donde se reflejaba
el lomo de un libro que se encontraba separado del resto,
colocado horizontalmente sobre el suelo. El único que
no rozaba las alas del ángel.
María Francisca miró la sobrepuerta y luego a su tía
Munda, quien se inclinó hacia su boca después de que ella
le indicara con un gesto que quería hablarle.
—¡Tienes que encontrarlos! ¡Diles que yo les quería!
¡Mis hijos! ¡Mis hijos!
Unos segundos después, la joven expulsó el poco aire
que le quedaba en los pulmones y dejó la mirada clavada
en el ángel del cuadro de madera.
Munda miró a su hermana mayor en busca de una explicación,
pero Mariana permanecía impasible, sujetando
la mano de su hija como si aún pudiera controlarla. Hacía
tres meses que la tuberculosis se había cebado en ella hasta
consumirla. La misma enfermedad que se había llevado a
su madre y a su padre. Una maldición que parecía haber
heredado la familia junto con el título que tanto le había
importado siempre a Mariana.
La marquesa le devolvió la mirada a Munda sin cambiar
el gesto. Ni una sola lágrima que nublara sus ojos azules, ni
un quejido por la muerte de su hija, ni un parpadeo. A
Munda no le extrañó aquella actitud, la había visto con demasiada
frecuencia. Mariana no lloraba. La última vez que
la había visto llorar fue ante el cadáver de su madre, aquel
cuerpo reducido y triste que nunca aceptó que el puesto
que había ocupado junto a su esposo no estuviera destinado
sólo a ella, sino a una cohorte de amantes con la que
debía compartirlo casi todo, excepto el título que la había
convertido en «la señora marquesa». No lloró cuando murió
su hijo, al poco tiempo de nacer en Manila, en brazos
de su nodriza tagala, asfixiado por un alfiler de plata que la
propia Mariana le había prendido en los volantes de la blusa;
estaba grabado con el escudo del marquesado, como todos
los objetos que pertenecían a la casa de Sotoñal. Tampoco
cuando murió su padre en el barco en que la familia
regresó de Manila en 1896, dos años antes de que los filipinos
se arrojaran en brazos de los estadounidenses creyen9
do que los ayudarían a ganar la independencia, sin saber
que éstos tratarían de eliminar todo vestigio español o indígena
que encontraran a su paso. Ni siquiera se le escapó
una lágrima cuando, a las pocas semanas de llegar a Toledo,
recibió la noticia de que su marido había muerto en
ultramar, junto con la mayoría de los soldados que capitaneaba
en contra de los insurrectos.
No. Mariana Camp de la Cruz no lloraba. No sabía y,
aunque hubiera sabido, su linaje no se lo habría permitido.
La nobleza no puede mostrar sus sentimientos, sería como
rebajarse hasta lo más primitivo, equipararse a la vulgaridad
de los que no tienen la obligación de defender un apellido,
una casta, un privilegio que lleva aparejadas algunas servidumbres.
Y controlar el llanto se encontraba entre ellas.
Munda era diferente. Había huido de toda esa hipocresía
hacía mucho tiempo. No soportaba las rigideces de un
protocolo que no escondía más que desigualdades e injusticia.
Desde que llegaron a Toledo procedentes de Manila,
hacía veintiséis años, sólo pensaba en escapar. La asfixiaban
los ojos vigilantes de su hermana. Su forma de querer
controlar cuanto sucedía a su alrededor, no sólo en la casa
familiar, sino también en aquella ciudad en la que la jerarquía
eclesiástica compartía la abundancia de las mesas de
quienes les negaban el pan y la sal a los que no tenían nada.
Su hermana pequeña, Alejandra, lloraba abrazada a su
sobrina y le dirigió a Mariana la pregunta que la propia
Munda no dejaba de hacerse.
—¿Qué ha querido decir?
Mariana se adelantó a cualquier conjetura antes de que
nadie se atreviera a sugerirla.
—Tenía muchísima fiebre. Estaba delirando.
Pero Munda no la creyó. Nadie que hubiera escuchado
la angustia de María Francisca la habría interpretado así.
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—No se delira de ese modo ante la muerte. ¿Qué trataba
de decir? ¿De qué hijos hablaba?
—¿Qué iba a querer decir? ¡Pobrecita! Había perdido
la cabeza.
Lo dijo como si hablase de una desconocida. «¡Pobrecita!
» Sin asomo del menor sentimiento. «¿Qué iba a querer
decir?» Su hija acababa de morir. Todos los que habían
presenciado su muerte habían sentido el mismo estremecimiento.
«¡Mis hijos! ¡Mis hijos!» Sólo había perdido la
cabeza. «¡Tienes que encontrarlos!» Munda miraba a Mariana
sin entenderla. Resultaba incomprensible que no se
extrañase de las palabras de María Francisca. «¡Diles que yo
les quería!»
¡Pobre Xisca! Siempre supeditada a los deseos de su
madre, siempre callada, como si necesitase el permiso materno
para atreverse a respirar. Desde niña vivió oculta en
un caparazón que acabó por asfixiarla, una costra de silencio
que aumentaba en capas superpuestas a medida que
ella crecía, cada año una capa más, como los troncos de los
árboles. Inmóvil, incapaz de rebelarse contra un destino
que la ataba a sus raíces y tiraba de ella hacia el centro de la
Tierra. Enterrada en aquel caserón cuyos dormitorios Mariana
se había empeñado en mantener idénticos a los que
habían dejado en Manila en un intento absurdo de conservar
el pasado a través de las cosas, con esa obstinación por
acomodarse en el tiempo para negarle su capacidad de
avanzar. Los mismos muebles, las mismas lámparas, las mismas
cortinas pasadas de moda que su madre había llevado
de un extremo al otro del mundo.
Junto al cabecero de la cama de María Francisca, se encontraba
su confesor, don Ramón, un sacerdote enjuto,
alto y desgarbado, mucho más avejentado de lo que le correspondería
por su edad. Probablemente rondara los cincuenta
años, los mismos que pronto cumpliría Mariana.
Momentos antes de que muriera, el sacerdote había ungido
con los óleos los cinco sentidos de la enferma, mientras
todos los presentes entonaban el Mea culpa.
—Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros,
hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra,
obra y omisión.
Xisca había rezado con ellos en silencio, afirmando con
la cabeza y dándose golpes de contrición en el pecho.
—Por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.
Y a cada golpe de arrepentimiento lo acompañaba una
lágrima que todos habían interpretado como de tristeza
por la despedida hasta que mencionó por primera vez a sus
hijos.
A Munda le pareció que el sacerdote aprovechaba ese
momento para dibujarle una cruz en la boca con sus ungüentos.
Xisca le miró entonces como si los secretos del
confesionario no fueran los únicos que compartiera con él,
y volvió a repetir: «¡Mis hijos, mis hijos!» Pero el sacerdote
continuó con la unción como si no la hubiera oído

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