lunes, 18 de noviembre de 2013

Doris Lessing: De nuevo el amor



" En algún momento de la edad adulta, la mayoría de la gente cae en la cuenta de que un siglo no es más que el doble de sus años. A partir de este pensamiento, toda la historia se precipita junta y a partir de este momento viven ya dentro de la historia del tiempo, en vez de mirarla desde fuera, como observadores. Sólo hace diez o doce veces su vida, Shakespeare estaba vivo. La Revolución francesa fue el otro día. Hace cien años, no mucho más, fue la Guerra Civil norteamericana. Antes parecía como algo de otra época, casi de otra dimensión del tiempo o del espacio. Pero una vez has dicho: Cien años es dos veces mi edad, te sientes como si hubieras estado en aquellos campos de batalla, o curando a aquellos soldados. Con Walt Whitman, quizás.
En primer lugar estaba el hecho de que ella estaba enamorada. Todo el mundo parece estar de acuerdo en que estar enamorada es una condición poco importante, o incluso cómica. No obstante, hay pocos estados más dolorosos para el cuerpo, el corazón y –peor aún– la mente, pues es la mente la que observa cómo la persona que se supone que la rige se comporta de una manera loca e incluso vergonzosa. La realidad es –pensó ella, mientras se negaba a permitir que sus ojos se vieran arrastrados hacia Bill y se quedaba sentada y hablando con Stephen, feliz por tener esta distracción– que hay un espacio de la vida demasiado terrible como para que lo reconozcamos. Porque las personas se enamoran con frecuencia y no se enamoran en condiciones de igualdad, ni tan siquiera al mismo tiempo. Se enamoran de gente que no está enamorada de ellas como si existiera una ley al respecto, y esto lleva a que… si el estado en que se encontraba ella no se viera seguido de cerca por un inocuo “enamorarse”, entonces sus síntomas habrían sido los de una auténtica enfermedad.
A partir de esta idea o espacio central salían distintos senderos y uno de ellos era el hecho de que el destino de todos nosotros, envejecer, o incluso hacernos mayores, es tan cruel, que mientras gastamos todas y cada una de nuestras energías en intentar despistarlo o posponerlo, en realidad raramente conseguimos que su constatación no nos hiera aguda y fríamente: de ser esto –y miró a su alrededor a la gente joven– uno pasa a ser aquello, una cáscara sin color, sobre todo sin lustre, sin brillo. Y yo, Sarah Durham, sentada aquí esta noche rodeada principalmente de jóvenes (o gente que me parece joven), me encuentro exactamente en la misma situación que la innumerable masa de gente que es fea, deforme o lisiada, o que padece terribles problemas de piel. O le falta aquello tan misterioso que se denomina "atractivo sexual".
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